LA NOCHEBUENA DEL CARPINTERO
por Emilia Pardo Bazán - Cuentos de Navidad y Reyes
José volvió a su casa al anochecer. Su corazón
estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre
tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las
graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas
en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían
pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a
su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena,
esperanzas.
Al
emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su
mansión, se sintió tan descorazonado, que se
dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar
allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera
glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos,
principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en
los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban
artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos
hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la
oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era
fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el
aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había
impresionado así a José. Por primera vez
retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta.
¡Para las buenas noticias que llevaba!
Altas las rodillas, afincados en ellas los codos, fijos en el
rostro los crispados puños, tiritando, el carpintero
repasó los temas de su desesperación y removió
el sedimento amargo de su ira contra todo y contra todos.
¡Perra condición, centellas, la del que vive de su
sudor! En verano, cebolla, porque hace un bochorno que abrasa, y
los pudientes se marchan a bañarse y a tomar el fresco. En
Navidad, cebolla, porque nadie quiere meterse en obras con
frío y porque todo el dinero es poco para leña de
encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el carpintero no
come en la canícula, no necesita carbón y mineral
cuando hiela? El patrón del taller le había dicho
meneando la cabeza: "¿Qué quieres hijo? Yo no
puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios sale un
encargo... Ya sabes que antes de soltarte a ti, he "soltao" a otros tres... Pero no voy a soltar a mis
sobrinos, los hijos de mi hermana..., ¿estamos? Ya me quedo
con ellos solos... Búscate tú por ahí la
vida... A ingeniarse se ha dicho..." ¡A ingeniarse!
¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar
madera, y no encuentra quien le pida esa clase de obra?
Un
mes llevaba José sin trabajar. ¡Qué jornadas
tan penosas las que pasaba en recorrer Madrid buscando
ocupación! De aquí le despedían con frases de
conmiseración y vagas promesas; de allá, con secas y
duras palabras, hasta con marcada ironía... "¡Trabajo! Este año para nadie lo hay...",
respondían los maestros, coléricos, malhumorados o
abatidos. De todas partes brotaba el mismo clamor de escasez y de
angustia; doquiera se lloraban los mismos males: guerra, ruina,
enfermedades, disturbios, catástrofes, miedo, encogimiento
de bolsillos... Y José iba de puerta en puerta, mendigando
trabajo como mendigaría limosna, para regresar a la noche,
de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar a la
interrogación siempre igual de su mujer con un movimiento de
hombros siempre idéntico, que significaba claramente:
«No, todavía no.»
La
mala racha los cogía sangrados, después de larga
enfermedad: una tifoidea de la chica mayor, Felisa, convaleciente
aún y necesitada de alimento sustancioso; después de
la adquisición de una cómoda y dos colchones de lana,
que tomaron el camino de la casa de empeños a escape;
después de haber pagado de un golpe el trimestre atrasado de
la vivienda y oído de boca del administrador que no se les
permitiría atrasarse otra vez, y al primer descuido se los
pondría de patitas en la calle con sus trastos... En
ocasión tal, un mes de holganza era el hambre enseguida, el
ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre en
una familia numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene la
obligación de traer en el pico la pitanza al nido de sus
amores, y se ve precisado de volver a él con el pico
vacío, las plumas mojadas, las alas caídas... Cada
vez que José llamaba y se metía buhardilla adentro,
el frío de los desnudos baldosines, la nieve de la apagada
cocina, se le apoderaban del espíritu con fuerza mayor;
porque el invierno es un terrible aliado del hambre, y con el
estómago desmantelado muerde mil veces más riguroso
el soplo del cierzo que entra por las rendijas y trae en sus alas
la voz rabiosa de los gatos...
Cavilaba José. No, no era posible que él pasase aquel
umbral sin llevar a los que le aguardaban dentro, famélicos
y transidos, ya que no las dulzuras y regalos propios de la noche
de Navidad, por lo menos algo que desanublase sus ojos y
reconfortase su espíritu. Permanecía así en
uno de esos estados de indecisión horrible que constituyen
verdaderas crisis del alma, en las cuales zozobran ideas y
sentimientos arraigados por la costumbre, por la tradición.
Honrado era José, y a ningún propósito
criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de prueba; las
manos se le caerían antes que extenderlas a la ajena
propiedad; pero esta honradez tenía algo de instintivo, y lo
que se le turbaba y confundía a José era la
conciencia, en pugna entonces con el instinto natural de la
hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no
robaría jamás, eso no...; pero vamos a ver: los que
roban en casos análogos al suyo, ¿son tan culpables
como parece? A él no le daba la gana de abochornarse, de
arrostrar el feo nombre de ladrón; unas horas de
cárcel le costarían la vida; moriría del
berrinche, de la afrenta; bueno: ésas eran cosas suyas,
repulgos de su dignidad, que un carpintero puede tener
también: mas los que no padeciesen de tales
escrúpulos y cometiesen una barbaridad, no por sostener
vicios, por mantener a la mujer y a los pequeños...,
¿quién sabe si tenían razón?
¿Quién sabe si eran mejores maridos, mejores padres?
Él no daba a los suyos más que necesidad y
lágrimas...
Gimió, se clavó los dedos en el pelo y,
estúpido de amargura, miró hacia abajo, hacia la
parte iluminada de la escalera. Por allí mucho movimiento,
mucho abrir de puertas, mucho subir y bajar de criados y
dependientes llevando paquetes, cartitas, bandejas; los
últimos preparativos de la cena: el turrón que viene
de la turronería; el bizcochón que remite el
confitero; el obsequio del amigo, que se asocia al júbilo de
la familia con las seis botellas de jerez dulce y las rojas
granadas. Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota,
doña Amparo, que no se había abierto ni una vez; de
pronto se oyó estrépito, una turba de chiquillos se
colgó de la campanilla; eran los sobrinos de la
señora, su único amor, su debilidad, su mimo...
Entraron como bandada de pájaros en un panteón; la
casa, hasta entonces muda, se llenó de rumores, de carreras,
de risas. Un momento después, la criada, viejecita, tan
beata como su ama, salía al descanso y gritaba en cascada
voz:
-¡Eh, señor José! ¿Está por
ahí el señor José? Baje, que le quiero dar un
recado...
En
los momentos de desesperación, cualquier eco de la vida nos
parece un auxilio, un consuelo. El que cierra las ventanas para
encender un hornillo de carbón y asfixiarse, oye con
enternecimiento los ruidos de la calle, los ecos de una murga, el
ladrido del perro vagabundo... José se estremeció, se
levantó y, ronco de emoción, contestó bajando
a saltos:
-¡Allá voy, allá voy, señora
Baltasara!...
-Entre... -murmuró la vieja-. Si está desocupado, nos
va a armar el Nacimiento, porque han «venío» los
chicos, y mi ama, como está con ellos que se le cae la baba
pura...
-Voy por la herramienta -contestó el carpintero,
pálido de alegría.
-No
hace falta... Martillo y tenazas hay aquí, y clavos quedaron
del año «pasao»; como yo lo guardo todo, bien
apañaditos los guardé...
José entró en el piso invadido por los chiquillos y
en el aposento donde yacían desparramadas las figuras del
Belén y las tablas del armadijo en que habían de
descansar. Entre la algazara empezó el carpintero a disponer
su labor. ¡Con qué gozo esgrimía el martillo,
escogía la punta, la hincaba en la madera, la remachaba!
¡Qué renovación de su ser, qué
bríos y qué fuerzas morales le entraban al
empuñar, después de tanto tiempo, los útiles
del trabajo! Pedazo a pedazo y tabla tras tabla iba sentando y
ajustando las piezas de la plataforma en que el Belén
debía lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus
praderas de musgo, sus figuras de barro toscas e ingenuas. Los
niños seguían con interés la obra del
carpintero; no perdían martillazo; preguntaban; daban
parecer y coreaban con palmadas y chillidos cada adelanto del
armatoste. La señora, entre tanto, colgaba en la pared
algunas agrupaciones de bronce y vidrio para colocar en ellas
bujías. Los criados iban y venían, atareados y
contentos. Fuera nevaba; pero nadie se acordaba de eso; la nieve,
que aumenta los padecimientos de la miseria, también aumenta
la grata sensación del bienestar íntimo del hogar
abrigado y dulce. Y José asentaba, clavaba la madera, hasta
terminar su obra rápidamente, en una especie de transporte,
reacción del abatimiento que momentos antes le ponía
al borde de la desesperación total...
Cuando el tablado estuvo enteramente listo y José hubo dado
alrededor de él esa última vuelta del artífice
que repasa la labor, doña Amparo, muy acabadita y
asmática, le hizo seña de que la siguiese, y le
llevó a su gabinete, donde le dejó solo un momento.
Los ojos de José se fijaron involuntariamente en los muebles
y decorado de aquella habitación ni lujosa ni mezquina, y,
sobre todo, le atrajo desde el primer momento una imagen que
campeaba sobre la consola, alumbrada por una lamparilla de fino
cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin
mérito, aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el
santo, en vez de hallarse representado con el Niño en brazos
o de la mano, según suele, estaba al pie de un banco de
carpintero, manejando la azuela y enseñando al
Jesusín, atento y sonriente, la ley del trabajo, la suprema
ley del mundo. José se quedó absorto. Creía
que la imagen le hablaba; creía que pronunciaba frases de
consuelo y de cariño infinito, frases no oídas
jamás. Cuando la señora volvió y le
deslizó dos duros en la mano, el carpintero, en vez de dar
las gracias, miró primero a su bienhechora y después
a la imagen; y a la elocuencia muda de sus ojos respondió la
de los ojos de la viejecita, que leyó como un libro en el
alma de aquel desventurado, deshecho física y moralmente por
un mes de ansiedad y amargura sin nombre. Y doña Amparo, muy
acostumbrada a socorrer pobres, sintió como un golpe en el
corazón; la necesidad que iba a buscar fuera de casa,
visitando zaquizamíes, la tenía allí, a dos
pasos, callada y vergonzante, pero urgente y completa. Alzó
los ojos de nuevo hacia la efigie del laborioso patriarca y,
bondadosamente, tosiqueando, dijo al carpintero:
-Ahora subirán de aquí cena a su casa de usted, para
que celebren la Navidad.
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