domingo, 22 de diciembre de 2013

Navidades pasadas, presentes y futuras... (5)


LA NAVIDAD DE UN NIÑO POBRE Y RICO
Copyright 2012 María del Pino
Publicado en el blog de la escritora: Soñando la Felicidad

Benito Benjamín (o como le llamaba su amigo Pepín: “Doble-Ben”) era un niño que no creía ni en la Navidad, ni en los Reyes Magos. Siempre caminaba por la calle, en los días de invierno, cabizbajo y pensativo, con las manos en los bolsillos. No era muy feliz porque siempre estaba pasando penurias. Vivía con su vieja y pobre abuela Bernarda. La quería mucho, pero echaba de menos el calor de unos padres. Mamá, desde el extranjero, siempre le había contado en sus cartas que papá fue un pintor muy bueno, pero que se marchó al cielo porque aquí estaba muy malito. Le explicó que subió allí para estar siempre bien y decorarle al Señor los cielos que él cada día veía. Ella, por su parte, tuvo que partir al extranjero con un montón de obras de arte de su difunto esposo para tratar de sacarles partido a la vez que buscaba un trabajo. De vez en cuando les mandaba algo de dinero. No era mucho, pero gracias a ello pudieron comprarse (su yaya y él) algo de ropa para los veranos, zapatos y comida. Las prendas de invierno las mandaba su madre cada dos años de una casa para la que trabajaba. En la última carta que les escribió, dijo que un hombre parecía haberse dado cuenta del talento de su padre, así que estaba tasando, mediante un experto, el valor de los cuadros para comprarlos.
  
Aunque Benito no se quejaba y hacía siempre lo que la abuela le mandaba, no soportaba los días del año en los que el alumbrado salía a la calle a lucir su comercial alegría. Además, el frío hacía que se tuviesen que abrigar para no coger un resfriado con esos chaquetones tan grandes, poco calentitos y feos. Y sus amigos (lo poco que los veía) no hacían otra cosa que querer más y más juguetes por esas fechas. Así que podemos decir con seguridad que su tristeza más honda llegaba de la mano de la Navidad. Solía sentirse muy solo, ya que veía, en esos días tan señalados, que todos los niños estaban con sus familias y hablaban de cosas que a él le parecían un sueño inalcanzable.

Su abuela, para alegrar el ambiente cargado de soledad y vacío, ponía cada año una mesa con un pañito blanco (bordado por ella) de cuando se casó, junto a unas velas rojas, carcomidas por los años y las noches de apagón. Allí, al lado de estas, ponía la foto del abuelo, de su padre pintando un lienzo enorme, del tito que también se marchó al cielo siendo un niño y de su madre sentada cerca del río cuando era más joven. Para darle un toque más Navideño al asunto, esta colocaba un pequeño niño Jesús que solía habitar en su habitación y dos calcetines rojos (uno de ella y otro de Benito). Aunque a él no le gustaban esos adornos tan cutres y quería poner unos más bonitos para su yaya, sonreía mucho con tal de que esa gran mujer que lo estaba criando fuese feliz unos segundos. 
  
Como eran muy pobres, Benito no tenía más juguetes que un viejo cochecito que le dio su amigo Pepín. Un día, hacía ya dos años, vino a su casa y trajo dos coches para jugar porque sabía que no tenía juguetes. Antes de irse, al ver que era de verdad lo que el niño decía, le regaló uno. Eran muy buenos amigos.
  
Su abuela Bernarda, apenada de no poderle comprar nada en Navidad, ya que todo su sustento lo destinaba a la comida (y a veces hasta les había faltado), siempre le decía que, como vivía con una vieja que hacía mucho que no tenía niños, los Reyes Magos no sabían que estaba ahí con ella y que, por eso, no le podían traer nada. Así pues, se hacían regalos mutuamente el día seis de enero. Ella le echaba en el calcetín unos caramelos y él le ponía unas flores que recogía el día de antes, justo cuando llegaban a su casa después de ver la cabalgata y de que la abuela cogiese algunos de los caramelos que añadía a los dos o tres más bonitos que sí compraba.
  
Un día, Pepín llamó a su puerta junto a su padre, Jaime. Este venía para invitarlo a su casa a jugar al día siguiente y él accedió encantado. Se alegró de que se hubiese acordado de él y de que su padre lo trajera para avisarle. Fue un detalle, ya que Benito no tenía teléfono, ni televisión.

Cuando Pepín lo recogió y lo llevó a su casa, se sorprendió. Vivía en un piso humilde, pero para él no había pobreza por ningún lado. Tanto le impresionó, que no pudo evitar exclamar un “guauuu...” al ver a su madre, Paquita, con el delantal puesto y una sonrisa en la boca al recibirlos, el decorado Navideño tan bonito que cubría la puerta, la entrada del pasillo llena de adornos y el salón de fondo desprendiendo calor.
  
Al llegar a él, Benito no pudo evitar salir disparado hacia el árbol de Navidad que se situaba en la esquina más lejana.

-¡Pepín! -se emocionó-. No sabía que vivías en una casa tan grandota.

-¿Grandota? -se sorprendió el otro dando una risotada.

Era apenas un piso de noventa y dos metros cuadrados. Los padres de su amiguito, un poco extrañados, le preguntaron por qué le parecía tan grande y él, inocente cual niño que era, habló sin más:

-Mi casa es como el salón y el pasillo. Tenéis televisión, un árbol enorme dentro, muchos aparatos -señaló el equipo de música-, estáis juntos viviendo como reyes -sonrió alegremente y concluyó la frase con un simple:- ¡¡y Pepín me ha dicho que tiene muchos muñecos para jugar!!

-¡Será que tú no tienes! -al padre pareció hacerle gracia.
  
-No, señor. Mi único juguete fue el que me regaló Pepín... -su inocencia cortó a los padres, pues recordaban que tuvieron que decirle a la abuela que era un regalo, que no lo había robado, ni se lo había dejado olvidado.
  
-¡Doble-Ben! ¡No hables más y vamos a jugar antes de que mi madre saque las galletas! ¿vale? -le agarró del maltrecho chaquetón y este crujió hasta rasgarse un poco en un leve tirón.
  
-¡Anda! ¡Mi abrigo! -exclamó.

-No pasa nada... Yo lo arreglo... -lo cogió la madre de su amigo.
  
Los niños, ilusionados y olvidando el incidente, se fueron corriendo a la habitación del joven anfitrión, dejando atrás al matrimonio. Estos se habían quedado conmocionados ante las palabras del chiquillo y lo poco que sabían de él a través del profesor y de su hijo. La mujer miró el desgastado chaquetón (dos tallas más grandes) y negó con la cabeza. El marido simplemente le dio dos palmaditas en el hombro antes de ir a quitarse su elegante abrigo largo.
  
Al llegar al cuarto, Pepín abrió la puerta y Benito creyó pisar el paraíso. La habitación de un niño cualquiera, con peluches encima de la cama, un puñado de libros con dibujitos y varios muñecos (y coches) en un pequeño baúl, le parecieron a él "JUGUETELANDIA". Emocionado, le pidió permiso a su amigo para poderlos tocar y este se rio, alegando que tenían toda la tarde para divertirse con ellos.
  
El pobre niño, al escucharlo, hizo de tripas corazón para no llorar mientras disfrutaba del momento. Era pobre, lo sabía bien. Pero no comprendió cuánto hasta que vio las “riquezas” de su amigo, un pequeño de clase humilde y de padres de sueldos normales.

Paquita, con encanto y bondad en el rostro, apareció por la puerta y los llamó para ir a merendar. Ya no tenía el bonito delantal de antes, así que Benito pensó que saldría a la calle (su abuela siempre tenía el delantal en casa). Al acompañarlos al salón, se encontraron al padre colocando en la mesa unas servilletas y sirviendo café en dos tazas. Iban a merendar todos juntos. Este se sentó y cogió el periódico después de dedicarles una afable sonrisa.

-¡Vamos a comer! ¡Mi madre hace unas galletas estupendas!
  
Benito, sorprendido, corrió tras su amigo hacia las sillas. Él nunca había visto, ni probado, unas galletas hechas por una mamá, así que cuando el aroma dulce impactó en su cara, junto a la calidez que estas pequeñas delicias desprendían, la boca se le hizo agua.

Mientras merendaban, él estaba disfrutando como un "Marqués". Bebía batido de chocolate, comía galletas con forma de estrellitas, bollos rellenos de cacao que el padre compró para ese día... Era todo un festín.

Paquita, que conocía a la madre del niño un poco, ya que hablaban por teléfono cada X tiempo para decirle que habían recibido el paquete bien, o la transferencia, le preguntó desde cuándo no hablaba con su mami. Este respondió que llevaba sin verla en persona tres años y medio y que desde que se fue, solamente había leído sus cartas con la ayuda de la abuela. De la última, hacía ya medio año.

La mujer miró a su esposo y este, a su vez, soltó el periódico. Ambos se levantaron y cuchichearon un rato en la cocina. Habían decidido darle un regalo de Navidad al pequeño Benito. Ella descolgó el teléfono y marcó muchos números mientras el padre los entretenía con un truco de magia que parecía hacerles mucha gracia.

-Benito -lo llamó ella después de hablar un rato-. ¿Has escuchado alguna vez lo que se oye al otro lado del teléfono?

-No, ¿por qué?

-¿Quieres oírlo? -le extendió el auricular con una bella y enternecedora sonrisa.
  
-¿Puedo? -se mostró contento.
  
Al otro lado de la línea, alguien temblaba al oír su voz de fondo.

-¿Sí? ¿Hola, hola? -dijo el niño con alegría al pegárselo a la orejita.

-Be-Benito... -susurró una mujer entrecortada.
  
-¿Sí? ¿Con quién hablo? -su tono seguía mostrando felicidad.

-¿No-no me reconoces? -la dama del otro lado del auricular seguía temblando.

-No... ¿quién eres? ¿Me conoces? -el pequeño tragó saliva. Se preguntaba quién sería esa mujer que parecía saber quién era él.

-So- soy... -los sollozos impactaron sobre el chiquillo-. Soy mamá...
  
Momentáneamente, se separó el teléfono de la oreja con la boca abierta y con el corazoncito sobrecogido. Al escucharla llorar, enseguida habló:

-¿Mami? ¿Mi mami? -palideció ansioso.

-Sí, cariño -trató de recuperar las fuerzas.

Benito, aferrado al teléfono como si su vida dependiera de ello, comenzó a soltar una lágrima tras otra por sus mejillas. Escuchaba todo lo que su madre le decía sin apenas articular una sola palabra. El padre de su amiguito se acabó llevando a su hijo porque le afectaba ver a su compañero de aventuras infantiles tan afligido.

Finalmente, la madre le pidió que le pasara el teléfono a Paquita y así lo hizo tras despedirse con un: “te quiero, mamá. Te echo mucho de menos”. Ambas mujeres hablaron durante un rato. Una le agradecía a la otra el gesto tan inesperado, ya que sabía que no tenían teléfono en casa de la abuela por falta de dinero. Le dijo que la llamaría más tarde para conversar con ella, que ahora debía irse al trabajo. Estaba intentando conseguir el traslado a España. La madre de Pepín colgó con una congoja muy grande en el rostro. Una que trataba de salir a flote. El nudo que sentía oprimiéndole el estómago le había dejado un mal sabor de boca. No sabía si había obrado bien o mal, pues ahora, una mujer marchaba al trabajo dolida ante la cercanía y lejanía de un hijo. Y... el pequeño Benito se hallaba llorando a mares en mitad del salón de su casa. No podía dejar de pensar que después de tanto tiempo... el chiquillo había escuchado la voz de su madre. La buena mujer no sabía si eso habría sido algo positivo para el crío. En parte, se arrepintió.

Tranquilizó al niño con su alma maternal y unos cuantos abrazos. Benito se recuperó enseguida porque, en realidad, le habían dado una gran alegría. Cuando llegó la hora de marcharse, la madre de su amigo le dio un abrigo nuevo. No quiso aceptarlo. Era un regalo muy caro. No obstante, Paquita se lo puso y Pepín le sonrió. Como era muy listo, le dijo:
  
-¡A ti te queda muy bien, Doble-Ben! A mí no, así que llévatelo y enséñaselo a tu abuela. Seguro que también dice lo mismo que yo... -agarró a su madre y esta buena señora le sonrió, orgullosa.
  
Jaime, satisfecho también ante el comportamiento de su hijo, le extendió la mano a Benito. Este la agarró muy agradecido. Antes de salir por la puerta, la enternecedora mujer metió en una bolsa de plástico varios dulces y una botella de batido de fresa que había quedado entera. Se la dio junto a las tres últimas galletas en una servilleta (aunque la pesada bolsa la cogió el hombre, claro). Servilleta que guardó en su nuevo abrigo. Expuso que su abuelita sería muy feliz si se lo daba, así que el chiquillo se alegró, le dio un abrazo de esos que llegan a lo más profundo del alma y se marchó por la puerta con un gran caballero de la mano.
  
Al llegar, la abuela se extraño mucho. Estaba muy guapo con ese chaquetón. Miró al acompañante de Benito buscando una explicación en sus ojos mientras esta inocente criatura saltaba alegre, soltando de manera apabullante lo que había vivido en esas horas.

-Hijo... -el hombre silenció al niño con cariño-. ¿Puedes guardar los dulces y ponerlos bien mientras hablo con tu abuela de cosas de mayores?
  
-Sí, por supuesto -emocionado al escuchar la palabra “hijo” cogió la pesada bolsa y se fue a la cocina.

-¿Podemos hablar, señora?

-Desde luego, pase, pase, joven... -su voz sonaba cansada.
  
Una vez dentro, Benito se dedicó a amontonar en la despensa las dos palmeras de chocolate plastificadas una encima de la otra y los pastelitos. Los colocó justo por el orden en el que se los daría a probar a la abuela. El batido de fresa lo guardó en el pequeño y medio vacío frigorífico que tenían. Entretanto, tarareaba feliz. Nunca había vivido nada parecido. Además, como solamente en su cumpleaños compraban batido, veía el interior de la nevera precioso con ese color fresa pálida. Pensaba continuamente que había hablado con su madre, que había comido como un niño rico (es decir, normal), que lo habían tratado como a un rey, que jugó con muñecos y que le habían regalado un abrigo precioso. Era el día más emocionante de su vida.
  
Mientras él pensaba que era la Navidad más buena y bonita del mundo, los adultos hablaban en el salón sobre cosas importantes. Quedaron en verse en dos o tres días para tratar un tema que la madre del chico le había comentado a su mujer, por lo que volvería por la mañana con Pepín para que jugaran mientras tanto.

Antes de finalizar la conversación, Jaime les dijo a los dos que este año pasarían el fin de año con ellos ya que no irían a ningún lugar.
  
-Caballero... No queremos interrum...

-¡Nada, mujer! -exclamó cortándola-. Y llámeme Jaime, ¡por Dios, señora! -sonrió-. Le aviso que mi mujer no acepta un no como respuesta. No querrá que esta noche, este pobre servidor, duerma en el sofá por no haberla podido convencer a usted, ¿no? -curvó sus labios con amabilidad y dulzura.
  
A Bernarda se le hicieron los ojos agua. Agarró su pañuelo, enjugó sus lagrimas y lo bendijo a él, a su esposa y al adorable Pepín. El hombre se marchó y el chiquillo, ilusionado, le mostró los dulces y le comentó el orden en el que se los comerían. La abuela en realidad adoraba los dulces, pero hacía mucho tiempo que no los comía por poder alimentarlos a ambos, ya que su mísera paga no le daba apenas para mantener el piso, pagar la luz y el agua, pues siendo dos... no tenían a veces suficiente. Por eso, cuando llegaba un poco de dinero de su hija, Bernarda lo usaba para comprarle los libros del colegio a Benito, algún pantalón (ya que el niño crecía o los rompía), para ayudar a llegar a fin de mes y algo que iba ahorrando (cuando le sobraba, que pocas veces era) en una cuenta para el niño, por si algún día le ocurría algo a ella. Ya tenía doscientos euros, una miseria para un caso extremo...
  
-¡Yaya! -captó su atención mientras corría hacia su chaquetón nuevo.

 -¿Qué pasa?

-Mira, yaya... -sacó las galletas-. Me las han dado para ti. La mamá de Pepín, Paquita, es muy buena. ¿A que sí?
  
-Gracias, hermoso mío -le acarició la cabeza mientras cogía una-. Es un ángel. Un ángel...

Mordió la galleta a la vez que le daba otra al chiquillo. Él se sentó en su regazo y Bernarda se meció con este en brazos, cantándole una nana mientras lo arropaba con una manta casi tan vieja como ella.

Llegó la Nochevieja, el último día del año, y los recogió Jaime en su coche familiar. Una vez en la casa, la abuela agradeció a la madre toda su bondad. Solamente se habían visto dos o tres veces en todos estos años de guardería, preescolar y cole, pero la anciana sentía que Paquita y su familia eran personas de las de toda la vida. Cenaron escuchando villancicos, viendo la televisión y a los pequeños bailar mientras disfrutaban de unos mazapanes que a Benito se le antojaron deliciosos. Paquita le puso unas cuantas canciones de copla a Bernarda. Pensaba que le gustaría recordar sus tiempos, y así fue.
  
Esa noche, alejadas de los niños y de Jaime, la mujer habló mucho con la abuela. A Bernarda se le iluminaron los ojos con sus palabras. Tanto, que a la despedida, la anciana mujer abrazó al matrimonio con ilusión. Pepín y Benito se unieron al abrazo entre risillas inocentes.

-Oye... -dijo la madre de su amigo al chiquillo-. Los reyes me han dicho que te van a traer algo a esta casa. ¿Vendréis la abuela Bernarda y tú el día seis por la mañana?

-¡Dios os bendiga! -susurró la anciana.
  
-¿Los reyes? ¿Los Reyes Magos? -se sorprendió.
  
Él nunca creyó en ellos, pero si la bondadosa Paquita decía que existían y que traerían algo para él, este, como niño inocente que era, lo dio por hecho. Una mujer tan buena nunca mentiría.
  
-Esos mismos -afirmó Jaime.

-Yo este año he pedido el juego de cazar mariposas –zamarreó Pepín a su amigo–. ¡Si me lo traen podemos jugar!

Al llegar a su casa, con la abuela sollozando durante casi todo el trayecto en coche, ambos se dispusieron para dormir. Bernarda le deseó al niño un feliz año nuevo y se fue a rezar para que todo saliese bien y para poder ver al pequeño y a su hija muchos más años.

Benito, tras recordar lo bien que se lo estaba pasando estas Navidades, se sintió feliz y dichoso. No pudo llamar a su madre de nuevo, pero disfrutó de una familia. Además, la mamá de Pepín le dijo que pronto hablaría otra vez con ella. Eso era más que suficiente para él.
  
Cerró sus ojitos y se sobresaltó. Se levantó corriendo, se puso las pantuflas roídas que tenía y se dirigió a la mesita Navideña que ponía su abuela cada año. Cogió la foto de su tío y la besó. Luego, hizo la misma operación con la de su padre. Por último, agarró la de su madre. Era una foto antigua, pero ya le puso voz a esa cara. Le dolió no haberla recordado, pero prometió no olvidarla nunca más.
  
Después de soltarla, tomó al niño Jesús y le susurró en el oído, a modo de secreto, sus deseos de Navidad:

-Por favor, niño Jesús, dile a los Reyes Magos que me traigan la felicidad...

Lo soltó con cuidado, se santiguó y volvió a la cama.

El día de la cabalgata pasó pronto. Allí pudo darle una carta a un paje en la que ponía que deseaba la felicidad y ver a su mamá. Se acostaron lo antes posible. Ese día ni recogieron flores, ni compraron o recolectaron caramelos. Benito tenía mucha prisa.
  
Una vez que la GRAN mañana hubo llegado, sonó la puerta con energía. El niño apenas había dormido de lo nervioso que estaba, pero esperó paciente y calentito entre las sábanas a que su abuela le diera la señal. No eran ni las nueve de la mañana. Bernarda, que parecía bien espabilada, se encontraba ya vestida. Ese día se había arreglado su blanco moño un poco más que de costumbre y llevaba dibujada la expresión de felicidad en el rostro. Abrió la puerta, ansiosa, mientras avisaba al pequeño.
  
Él se incorporó con rapidez. Ya tenía la ropa puesta. Cuando creyó que ya estaba listo después de ir al baño y ponerse el chaquetón, se dirigió hacia los adultos.
  
-Benito... Las pantuflas... -señaló la abuela.
  
-¡Vaya! -se llevó las manos a la cabeza y fue corriendo a cambiarse.

 Pusieron rumbo hacia la casa de Pepín. Iban muy alegres en el coche. Jaime cantaba con el pequeño la famosa canción de: “ya vienen los Reyes Magos, ya vienen los Reyes Magos, caminito de Belén. Olé, olé, Holanda y olé. Holanda ya se ve...”. Nada más llegar al portal, Pepín estaba dando botes en su planta. Tenía una bata de estar en casa de Shin-chan y unas pantuflas de Doraemon.

-¡¡CORRE, BENITOOOO!! -gritó eufórico el niño-. ¡Los regalos están sin abriiiirr!
  
Emocionado, subió las escaleras con rapidez. Por suerte para el viejo corazón de la abuela, vivía en una primera planta, así que no se asustó durante mucho rato al verlo correr por un sitio tan peligroso.

-¡¡MIRA!! -le señaló el árbol.
Alrededor de este pequeño y gran pino había muchas cajas y bolsas. Estaba alucinado. Miraron los nombres. Le dieron a papá el suyo, a mamá el suyo...

-¡YAYA! -gritó-. ¡Mira!
  
Le enseñó una bolsa en la que ponía: “Para la abuela de Benito Benjamín”. La señora, emocionada, le dio las gracias a los padres y lo abrió muy conmovida. El nieto se quedó mirando sus ojos llorosos. Estaba contento, feliz de verla sonreír. Finalmente, la abuela sacó una cálida prenda de abrigo. Parecía un jersey grueso. Perfecto para no resfriarse. Dentro también había una bufanda blanca de pelito suave.

-¡Benito, el tuyo y el mío! -el chiquillo le dio una caja.

Mientras Pepín abría emocionado su regalo, él no era capaz de desenvolver el suyo. Miraba a los padres de su amigo y veía en ellos una familia. Vio que tenía mucha suerte de tener a la yaya, a Pepín y a sus padres, a los cuales, desde que conoció más a fondo tanto quería.

-¡EL ATRAPAMARIPOSAS! -exclamó lleno de júbilo-. ¡Me encanta! ¿Jugamos? -miró a Benito-. Oye... abre el tuyo... -le sonrió con curiosidad.
  
Al fin reaccionó y se olvidó de todo. Rompió los papeles con emoción y vio que se trataba del "cocodrilo saca muelas". Ambos niños estaban eufóricos. El padre desapareció junto a Bernarda durante un tiempo mientras Pepín abría un segundo regalo mucho más pequeño. Este no le gustó tanto, ya que eran calcetines. Como se trataba de seis pares (de superman), decidió darle la mitad a su amigo para que pudieran ir al cole iguales. Mientras Benito se lo agradecía con los villancicos sonando de fondo, la madre se dedicaba a montar el juguete de su hijo. Comenzaron a atrapar mariposas los tres. Entre gritos, risas y algarabía aparecieron Jaime y la abuela. Esta venía emocionadísima. Tanto, que el niño se preocupó mucho.

Paquita intervino al ver su rostro y le cuestionó que si quería hablar con su madre.
  
-¿Se puede? -preguntó inundado de alegría.

Su amigo parecía muy risueño. Se reía mucho. Miró a su abuela, la cual afirmaba con la cabeza a la vez que bendecía a esa familia.
  
-Claro -dijo el padre dándole el móvil-. Pero esta vez usarás mi teléfono. Ella ya está al otro lado.
  
-¡ANDA! ¡Un móvil!
  
El pequeño se giró hacia el arbolito y miró las bolas para tener un poco más de intimidad, ya que sabía que se le escaparía alguna lágrima de felicidad. Apreció que se reflejaba en una dorada y su abuela en otra verde.

-Hola, cariño...
  
-¿Mami? -tembló.

-¿Cómo estás?

Él le respondió lleno de júbilo y se dedicó a escucharla. Ella le decía que en Alemania hacía demasiado frío y había mucha nieve. Pese a que le hablaba del frío, la escuchaba cerca. Sintió la calidez de su voz en la habitación, así que cerró los ojos y se la imaginó a su lado, mirando el árbol y agarrados de la mano.

-Benito... -susurró la madre con tanta ternura, que abrió los ojos de golpe.
  
En el reflejo de la bola vio que ella estaba con él. En seguida creyó estar soñando. Parpadeó unas cuantas veces para volver a la realidad, pero la ilusión no se iba. Permanecía ahí, frente a él. Aunque las piernas le temblaron, tuvo fuerzas para girarse y verla arrodillada tras él.
  
-¡MAMÁ! -exclamó varias veces entre las lágrimas que cortaban su respiración, agitándola en mitad de ese hermoso abrazo entre madre e hijo.
  
-Ya he vuelto... Perdóname... Perdóname -susurró dándole un beso en la cabeza al mismo tiempo que las lágrimas se apoderaban de ella.
  
Al separarla para mirarla, vio que era más bonita que en la foto. Jaime, por su parte, trataba de explicarle a Bernarda que su hija había conseguido el traslado definitivo aquí junto a un ascenso, facilitándoles así la vida en muchos aspectos. Además, logró vender casi todos los cuadros por una buena cuantía. Tendrían teléfono y tele. Comerían mejor, se podrían ir comprando ropa poco a poco y, lo más importante para ellos, estarían juntos.
  
El pequeño en esos momentos no escuchaba nada de lo que los adultos decían, solamente daba las gracias a los Reyes Magos y al niño Jesús por haberle concedido su preciado deseo. Ahora vivirían juntos y felices para siempre. Porque un niño pobre, puede llegar a ser muy rico de corazón.
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Envíado por María del Pino
Enlace relacionado: Navidad en Café Literario

sábado, 21 de diciembre de 2013

Navidades pasadas, presentes y futuras... (4)

15cm
Copyright 2013 Iván Hernández
Cuento incluido en la antología Alma Ebria y otros relatos perdidos

Un relato navideño
cargado de plásticas emociones. 

Hace frío, supongo.

Ella me hace olvidar, y sé que eso es bueno. Demasiado bueno para ser verdad.

La veo cada día y mataría porque fueran un millón de días más. No intuye que de vez en cuando se me escapa una miradita rápida a su boca, a sus ojos, qué más da. Su sonrisa se muestra ante mí perfecta, y por más que me chisten el señor y la señora Ross desde el porche de su tienda de dulces, no consiguen distraerme. Sigo embobado aunque disimule.

Acabo de cortar un enorme abeto en el bosque; el más grande que encontré, el mejor para adornar el salón de la casa del alcalde. Me pagará bien, y más en Navidad, pienso con ilusión. En cada hachazo he visto una imagen: su mano soltando las monedas sobre mis guantes húmedos, un gesto de agradecimiento con gorra inclinada de por medio, un choque fortuito con Amber al salir de allí, una disculpa y un «no pasa nada» por su parte, y la consecuente petición de cena. Con una sonrisa y algo de dinero en el bolsillo sería capaz de comerme el mundo, y de postre un pavo relleno de 20 libras de peso con salsa de arándanos y pan de maíz.

Un golpe de viento helado congela mis mejillas. Siento un escalofrío, igual que cuando alguien abre la puerta de tu casa en invierno. ¡Cuánto ruido de repente! Han llegado los niños y no paran de reírse, y de mirar en los escaparates. Se les ve mucho más ilusionados que en otras épocas del año. Recorren todas y cada una de las tiendas. La verdad es que en la calle principal tampoco hay tantas. Somos un pequeño pueblo costero sin mucho que poder ofrecer a los turistas, excepto calma y, en esta época, algunas bombillas de colores destacando en el cielo estrellado. Poco más.

Tenemos una tienda de juguetes que sólo debería abrir en Navidad. Una tienda de dulces y chocolates llevada por un par de ancianos desdentados. Una pescadería-carnicería cuya regencia recae en dos hermanos gemelos: los hermanos Bratton, herederos de Carnes & Pescados Bratton. Su padre tenía ínfulas de gran emprendedor, pero este pueblo es capaz de tragarse las ganas de todo, y nunca llegó a expandir su negocio más allá de la calle principal. De hecho, no sé ni cómo murió. Algunos rumores apuntan a que conoció a otra mujer y dejó el negocio familiar, cansado de sueños incumplidos. Sus hijos se lo agradecieron. Ahora llevan una vida tranquila, al lado de sus mujeres. Ellas suelen hablar sin parar en el puente que enlaza con la carretera regional. Se pasan ahí todo el día, haga frío o calor. Si alzo la mirada puedo verlas. Efectivamente, siguen ahí.

Oh, y no hablemos del viejo Smith, dando de comer migajas de pan a los pájaros que no han muerto congelados todavía. El bueno de Smith, siempre me mira y hace una mueca extraña. Supongo que será su saludo, pero la verdad, nunca hemos hablado.

Es cierto, llevo demasiado tiempo sin hablar con nadie. Me guardo todo para mí. Sería genial poder contarle a algún amigo que estoy enamorado de Amber, pero claro, quizás sentiría envidia de mis secretos y yo, a posteriori, celos de él. Es mejor que siga callado.

Parece calmada, como si esperara a alguien. Alguien que no soy yo. Achicaré los ojos para que no se note que la miro sin parar. Quizás mañana no la vea, y tengo que aprovechar cualquier mínima posibilidad para grabar en mi recuerdo su rostro sosegado. Una bufanda cubre su cuello y apenas deja intuir su barbilla de curva perfecta. Sus manos también están anidadas bajo un manguito de piel oscura. La cubre un abrigo rosa suave, que no te desubica de la estampa navideña a la que engrandece con su belleza. Unos breves tirabuzones rubios se descuelgan de su pelo recogido bajo el manto de un gorro de lana.

Dicen que siempre espera en el mismo lugar la llegada de un tal Andrew, pero Andrew lleva tiempo sin aparecer. A decir verdad, no lo he visto nunca. Quizás sea un lugar especial para ella, aunque está claro que no para él. No se mueve del sitio, cada año repite lugar. A mí me viene genial porque la tengo localizada, aunque me obliga a imaginar mil y una mentiras para verla día sí y día también. La de hoy tiene poco de falsa. Este árbol llegará a su destino y, a la vuelta, yo partiré con ella de la mano. Será mi revancha a esta vida perra donde los sueños se quedan en eso.

Está empezando a nevar. Es una nieve dulce la que siempre nos visita. Algunos dicen que es debido a los efluvios de azúcar que emanan de la chimenea de la tienda de dulces de los Ross. Podría ser, porque esos aromas hacen que su escaparate siempre esté frecuentado por pequeños mocosos que empañan el cristal, soñando con un mundo de bastones de caramelo y tartas de limón. La verdad es que no debería perder tanto el tiempo observando a los demás.

Elevo la mirada y encuentro las luces tintineantes, espaciadas entre las farolas y los abetos, a la vez que los copos caen sobre mí. Unas risas a mis espaldas y alguna conversación al fondo.

De repente, unos gritos infantiles, unos pasos cercanos, cada vez más potentes, y un golpe. Un fatídico golpe que hace temblar el suelo. Los árboles se tambalean, las luces bailan en el aire y deja de nevar al instante. Un llanto que se aleja, una madre que increpa a su hijo. He cerrado los ojos tanto como he podido. Al abrirlos observo el panorama. Nada grave ha sucedido. Un momento...

-¡Oh, no! ¡Amber!

Morirá asfixiada, acaba de desmayarse sobre la nieve. Está sola, nadie le hace caso, nadie acude en su ayuda. Y yo, ¿qué puedo hacer yo anclado a esta base de resina? ¡Morirá, morirá! ¡No podrá aguantar mucho más!

-¡Ayuda! ¡Ayuda! ¿Es que nadie me escucha? -grito desesperado.

-Tranquilo, joven -masculla frente a mí el viejo Smith-. No le pasará nada. Aturdido por la novedad, me dirijo a él con palabras temblorosas:

-¿Señor... Smith? ¿Habla?

 -No lo digas muy alto, estoy bien así, en silencio, con mis pájaros.

-¡Ayúdela, por favor! Yo no puedo moverme, pero usted está tan solo sentado en un banco. Nada le impide acudir a ella para levantarla. ¡Fíjese en la base de Amber! ¡Es más pesada que la mía! ¡Y sus manos están atrapadas por ese maldito manguito! ¡No podrá salvarse! ¡Corra!

-No iré -sentencia el viejo-. Estoy más seguro bajo el árbol. Un muñeco sin base es demasiado apetecible para uno de esos demonios que están sueltos ahora por la casa de nuestros dueños. Me partirían las piernas y mis pájaros se morirían de hambre. Acabaría en la basura. Además, no seas estúpido. Te he dicho que no morirá.

 -¿Cómo lo sabe?

-Porque tú siempre piensas en ella.

Me quedo más paralizado que de costumbre ante su respuesta. De repente siento paz, pero me dura poco. Escucho otros pasos, alguien se acerca. Son zapatos de tacón. Es ella, la que tanto nos mima.

 -¡Oh, Amber! -dice ella disgustada-, a punto has estado de morir ahogada.

-¿Lo ve? -le chisto al señor Smith.

-Está bromeando, estúpido -asegura él.

Trago saliva, o resina, ya no sé ni lo que tengo ni lo que soy. Su enorme mano la pone en pie, pero... ¡no, no es así! ¡Tiene que girarla más a la derecha! ¡Así, así, muy bien! Perfecto. Oh, creo que me está mirando.

-¿Ya estás otra vez con tu obsesión de medir distancias, Elena? -pregunta esa voz grave que de vez en cuando flota en el aire.

-¡Amber tiene que estar a la distancia adecuada de Harvey! -se excusa ella.

¡Ha pronunciado mi nombre! Harvey, Harvey Slater. ¿A qué se refiere con "la distancia adecuada"?

Una cinta métrica desciende del cielo, desde la punta de mi boca hasta los labios de Amber.

-Perfecto. Quince centímetros. Ni uno más, ni uno menos.

Al llegar a Europa, aprendí que quince centímetros eran unas seis pulgadas. Quince centímetros imposibles de acortar. Quince centímetros perpetuos. Quince centímetros durante los que imaginar un futuro juntos. Todavía me quiero convencer de que quince centímetros no son nada, aunque sé que es mucho más que una distancia breve. Es una realidad eterna. Quince centímetros que no son espacio, sino tiempo.

-¡Deja de imaginar! -sentencia el viejo Smith-. ¡Estoy cansado de tus pensamientos y ñoñerías!

Se levanta del banco de manera violenta y, sobre todo, inesperada. Se coloca detrás de mí y me arrastra por la nieve de corcho con todas sus fuerzas. Sus piernas están a punto de partirse, pero consigue desplazarme hacia... ella.

Quince, catorce, trece, doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y...

...beso.

Mis labios se unen a los de Amber. Espero una bofetada pero ella me devuelve el gesto con ternura y dulce pasión. El viejo, exhausto, se deja atrapar por un niño gigantesco y yo no tengo tiempo de agradecerle todo lo que ha hecho por mí. Ella libera las manos de su manguito y me abraza. Yo repito el gesto y nos unimos. El calor funde la resina de nuestros pechos y quedamos unidos para siempre.

Lo último que recuerdo antes de regresar a la caja de cartón es a mi dueña desmayándose en el salón.

Feliz Navidad.
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Envíado por Iván Hernández
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jueves, 19 de diciembre de 2013

Navidades pasadas, presentes y futuras... (3)

UN REGALO INESPERADO
Copyright 2013 Raquel Sánchez García
Publicado en el blog oficial de la escritora: Relatos Jamas Contados

Al oír el timbre del telefonillo, salí rauda y veloz persiguiendo a mi madre. Estaba nerviosa tirando de su mandil, ansiosa, esperando detrás de la puerta. Era el día de nochebuena, 24 de diciembre de no sé que año, la primera vez que mi familia se reunía al completo en casa de mis padres. No tendría más de seis o siete años y no recordaba haber vivido esas fiestas con tanta gente allí presente.

Los primeros en llegar fueron mis abuelos, tanto por parte de mi madre como de mi padre. Esperaba con gran deseo su llegada pues, tanto unos como otros, solían cogerme, sentarme en sus rodillas y contarme historias de cuando eran jóvenes.

Ya estaban allí. Después de los saludos, besos y abrazos rutinarios, me sentaron en el medio. A un lado, mi abuelo Ceferino, al otro mi abuelo Lorenzo. Patricia, mi abuela materna, enseguida corrió a la cocina para echar una mano a su hija con los preparativos de la cena.

Sentados en el salón, mi padre recordaba a su madre Sebastiana. En esas fechas tan especiales, siempre faltaba alguien y ella era una de aquellas ausencias. Cuando acabaron de rememorar historias de otra época, mis abuelos comenzaron a contarme sus batallas, aquellas que transformaban en cuentos que yo, con mi edad, vivía como propias a través de mi imaginación y mi fantasía.

Poco a poco el resto de invitados, hermanos, tíos y primos fueron llegando, acudiendo a la cita organizada ese año.

La cena transcurrió tranquila, entre risas y algún que otro llanto. El pavo relleno navideño estaba para chuparse los dedos. Tanto fue así que la velada no terminó hasta altas horas de la madrugada, acabando por tomar los típicos churros con chocolate.

Cerca de la madrugada, la atención de los presentes se posó sobre mí.

-Raquel, será mejor que te acuestes o Papá Noel no vendrá este año -me decían.

-Ese señor no suele venir a casa, a mí me hacen visitas, me dejan mensajes y regalos los Reyes Magos.

-Quien sabe, lo mismo este año es diferente -me contestó mi tío.

Ese era uno de los motivos por los que yo nunca pedía nada, porque sabía que en Navidad no era el día que yo solía recibir regalos, lo que hacía que quizás, los Reyes Magos, me premiaran por este motivo con muchos más obsequios el día 6 de enero.

-Aún así, ya es hora de que los niños se acuesten -sugirió mi madre.

Cosa que produjo las quejas de mis primos y mías.

Minutos más tarde mis tíos, acompañados por sus hijos y mi abuelo Ceferino, abandonaban mi casa, mi madre me ponía el pijama, a la vez que mi padre junto con mis abuelos preparaban camas y colchones, organizándonos a cada uno en su lugar correspondiente.

No sé que hora sería pero, el ruido reinante en la casa, me despertó. Con los ojos aún medio cerrados, me levanté de la cama, adormilada. Al pasar cerca del árbol de navidad, miré bajó sus ramas.

-Nada, este año tampoco se ha acordado de mí. Se ha vuelto a olvidar.

-¿Qué hablas canija? -me preguntó mi hermano Jorge.

No le respondí, sólo encogí los hombros. Mi hermano Ángel nos miraba mientras devoraba su merecido desayuno de leche con galletas. En ese instante llegó mi hermana Pilar y me cogió en brazos.

-Vamos enana, a la ducha.

-No quiero.

-¿Cómo que no quieres? No seas cochina, hay que estar limpia y quitarte esas legañas.

Tengo que decir que de los cuatro hermanos, yo soy la más pequeña, la diferencia de edad con ellos es considerable, por eso mis hermanos ayudaban a mis padres en mi cuidado y me había convertido, por ello, en el centro de atención de todos.

A regañadientes, más enfadada que contenta y haciendo mohines llegamos al baño. De esa no me libraba nadie.

-Mira a ver si el agua de la bañera está caliente -me ordenó mi hermana mientras abría el bote del champú y el jabón que emplearía conmigo.

Al acercarme a las puertas de la mampara que cubrían la bañera, una de ellas estaba entreabierta, supuse que así lo había dispuesto mi hermana para que entrara el calor del radiador. Enseguida los gritos que comencé a dar se oyeron por toda la casa, haciendo que mis padres y el resto de mis hermanos comenzaran a reírse detrás de mí al ver mi reacción.

-Una bici, mamá, una bici, una bici... -no paraba de chillar.

Ese año debí portarme muy bien. Papá Noel sí me había visitado y los Reyes Magos también me dejaron regalos el día 6 de enero.

Aquella mañana no hubo baño. Mis padres decidieron aplazarlo para más tarde, después que hubiera disfrutado en el parque junto a ellos y mis hermanos de mi nuevo juguete: una BH color azul celeste que me dio algún que otro susto con mis caídas y a mi madre más trabajo cosiendo las rodillas y los codos de algún que otro chándal.
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Envíado por Raquel Sánchez García
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jueves, 12 de diciembre de 2013

Navidades pasadas, presentes y futuras... (2)

LA NOCHEBUENA DEL CARPINTERO
por Emilia Pardo Bazán - Cuentos de Navidad y Reyes

José volvió a su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en él, como empezaba a nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma del carpintero sin trabajo, que regresaba a su hogar y no podía traer a él luz, abrigo, cena, esperanzas.

Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros o cuartos, buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos y menesterosos. Un mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos; desde allí arriba la oscuridad se condensaba, el ambiente se hacía negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el aspecto desolador de la escalera y sus rellanos había impresionado así a José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar a su propia puerta. ¡Para las buenas noticias que llevaba!

Altas las rodillas, afincados en ellas los codos, fijos en el rostro los crispados puños, tiritando, el carpintero repasó los temas de su desesperación y removió el sedimento amargo de su ira contra todo y contra todos. ¡Perra condición, centellas, la del que vive de su sudor! En verano, cebolla, porque hace un bochorno que abrasa, y los pudientes se marchan a bañarse y a tomar el fresco. En Navidad, cebolla, porque nadie quiere meterse en obras con frío y porque todo el dinero es poco para leña de encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el carpintero no come en la canícula, no necesita carbón y mineral cuando hiela? El patrón del taller le había dicho meneando la cabeza: "¿Qué quieres hijo? Yo no puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios sale un encargo... Ya sabes que antes de soltarte a ti, he "soltao" a otros tres... Pero no voy a soltar a mis sobrinos, los hijos de mi hermana..., ¿estamos? Ya me quedo con ellos solos... Búscate tú por ahí la vida... A ingeniarse se ha dicho..." ¡A ingeniarse! ¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar madera, y no encuentra quien le pida esa clase de obra?

Un mes llevaba José sin trabajar. ¡Qué jornadas tan penosas las que pasaba en recorrer Madrid buscando ocupación! De aquí le despedían con frases de conmiseración y vagas promesas; de allá, con secas y duras palabras, hasta con marcada ironía... "¡Trabajo! Este año para nadie lo hay...", respondían los maestros, coléricos, malhumorados o abatidos. De todas partes brotaba el mismo clamor de escasez y de angustia; doquiera se lloraban los mismos males: guerra, ruina, enfermedades, disturbios, catástrofes, miedo, encogimiento de bolsillos... Y José iba de puerta en puerta, mendigando trabajo como mendigaría limosna, para regresar a la noche, de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar a la interrogación siempre igual de su mujer con un movimiento de hombros siempre idéntico, que significaba claramente: «No, todavía no.»

La mala racha los cogía sangrados, después de larga enfermedad: una tifoidea de la chica mayor, Felisa, convaleciente aún y necesitada de alimento sustancioso; después de la adquisición de una cómoda y dos colchones de lana, que tomaron el camino de la casa de empeños a escape; después de haber pagado de un golpe el trimestre atrasado de la vivienda y oído de boca del administrador que no se les permitiría atrasarse otra vez, y al primer descuido se los pondría de patitas en la calle con sus trastos... En ocasión tal, un mes de holganza era el hambre enseguida, el ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre en una familia numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene la obligación de traer en el pico la pitanza al nido de sus amores, y se ve precisado de volver a él con el pico vacío, las plumas mojadas, las alas caídas... Cada vez que José llamaba y se metía buhardilla adentro, el frío de los desnudos baldosines, la nieve de la apagada cocina, se le apoderaban del espíritu con fuerza mayor; porque el invierno es un terrible aliado del hambre, y con el estómago desmantelado muerde mil veces más riguroso el soplo del cierzo que entra por las rendijas y trae en sus alas la voz rabiosa de los gatos...

Cavilaba José. No, no era posible que él pasase aquel umbral sin llevar a los que le aguardaban dentro, famélicos y transidos, ya que no las dulzuras y regalos propios de la noche de Navidad, por lo menos algo que desanublase sus ojos y reconfortase su espíritu. Permanecía así en uno de esos estados de indecisión horrible que constituyen verdaderas crisis del alma, en las cuales zozobran ideas y sentimientos arraigados por la costumbre, por la tradición. Honrado era José, y a ningún propósito criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de prueba; las manos se le caerían antes que extenderlas a la ajena propiedad; pero esta honradez tenía algo de instintivo, y lo que se le turbaba y confundía a José era la conciencia, en pugna entonces con el instinto natural de la hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no robaría jamás, eso no...; pero vamos a ver: los que roban en casos análogos al suyo, ¿son tan culpables como parece? A él no le daba la gana de abochornarse, de arrostrar el feo nombre de ladrón; unas horas de cárcel le costarían la vida; moriría del berrinche, de la afrenta; bueno: ésas eran cosas suyas, repulgos de su dignidad, que un carpintero puede tener también: mas los que no padeciesen de tales escrúpulos y cometiesen una barbaridad, no por sostener vicios, por mantener a la mujer y a los pequeños..., ¿quién sabe si tenían razón? ¿Quién sabe si eran mejores maridos, mejores padres? Él no daba a los suyos más que necesidad y lágrimas...

Gimió, se clavó los dedos en el pelo y, estúpido de amargura, miró hacia abajo, hacia la parte iluminada de la escalera. Por allí mucho movimiento, mucho abrir de puertas, mucho subir y bajar de criados y dependientes llevando paquetes, cartitas, bandejas; los últimos preparativos de la cena: el turrón que viene de la turronería; el bizcochón que remite el confitero; el obsequio del amigo, que se asocia al júbilo de la familia con las seis botellas de jerez dulce y las rojas granadas. Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota, doña Amparo, que no se había abierto ni una vez; de pronto se oyó estrépito, una turba de chiquillos se colgó de la campanilla; eran los sobrinos de la señora, su único amor, su debilidad, su mimo... Entraron como bandada de pájaros en un panteón; la casa, hasta entonces muda, se llenó de rumores, de carreras, de risas. Un momento después, la criada, viejecita, tan beata como su ama, salía al descanso y gritaba en cascada voz:

-¡Eh, señor José! ¿Está por ahí el señor José? Baje, que le quiero dar un recado...

En los momentos de desesperación, cualquier eco de la vida nos parece un auxilio, un consuelo. El que cierra las ventanas para encender un hornillo de carbón y asfixiarse, oye con enternecimiento los ruidos de la calle, los ecos de una murga, el ladrido del perro vagabundo... José se estremeció, se levantó y, ronco de emoción, contestó bajando a saltos:

-¡Allá voy, allá voy, señora Baltasara!...

-Entre... -murmuró la vieja-. Si está desocupado, nos va a armar el Nacimiento, porque han «venío» los chicos, y mi ama, como está con ellos que se le cae la baba pura...

-Voy por la herramienta -contestó el carpintero, pálido de alegría.

-No hace falta... Martillo y tenazas hay aquí, y clavos quedaron del año «pasao»; como yo lo guardo todo, bien apañaditos los guardé...

José entró en el piso invadido por los chiquillos y en el aposento donde yacían desparramadas las figuras del Belén y las tablas del armadijo en que habían de descansar. Entre la algazara empezó el carpintero a disponer su labor. ¡Con qué gozo esgrimía el martillo, escogía la punta, la hincaba en la madera, la remachaba! ¡Qué renovación de su ser, qué bríos y qué fuerzas morales le entraban al empuñar, después de tanto tiempo, los útiles del trabajo! Pedazo a pedazo y tabla tras tabla iba sentando y ajustando las piezas de la plataforma en que el Belén debía lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus praderas de musgo, sus figuras de barro toscas e ingenuas. Los niños seguían con interés la obra del carpintero; no perdían martillazo; preguntaban; daban parecer y coreaban con palmadas y chillidos cada adelanto del armatoste. La señora, entre tanto, colgaba en la pared algunas agrupaciones de bronce y vidrio para colocar en ellas bujías. Los criados iban y venían, atareados y contentos. Fuera nevaba; pero nadie se acordaba de eso; la nieve, que aumenta los padecimientos de la miseria, también aumenta la grata sensación del bienestar íntimo del hogar abrigado y dulce. Y José asentaba, clavaba la madera, hasta terminar su obra rápidamente, en una especie de transporte, reacción del abatimiento que momentos antes le ponía al borde de la desesperación total...

Cuando el tablado estuvo enteramente listo y José hubo dado alrededor de él esa última vuelta del artífice que repasa la labor, doña Amparo, muy acabadita y asmática, le hizo seña de que la siguiese, y le llevó a su gabinete, donde le dejó solo un momento. Los ojos de José se fijaron involuntariamente en los muebles y decorado de aquella habitación ni lujosa ni mezquina, y, sobre todo, le atrajo desde el primer momento una imagen que campeaba sobre la consola, alumbrada por una lamparilla de fino cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin mérito, aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el santo, en vez de hallarse representado con el Niño en brazos o de la mano, según suele, estaba al pie de un banco de carpintero, manejando la azuela y enseñando al Jesusín, atento y sonriente, la ley del trabajo, la suprema ley del mundo. José se quedó absorto. Creía que la imagen le hablaba; creía que pronunciaba frases de consuelo y de cariño infinito, frases no oídas jamás. Cuando la señora volvió y le deslizó dos duros en la mano, el carpintero, en vez de dar las gracias, miró primero a su bienhechora y después a la imagen; y a la elocuencia muda de sus ojos respondió la de los ojos de la viejecita, que leyó como un libro en el alma de aquel desventurado, deshecho física y moralmente por un mes de ansiedad y amargura sin nombre. Y doña Amparo, muy acostumbrada a socorrer pobres, sintió como un golpe en el corazón; la necesidad que iba a buscar fuera de casa, visitando zaquizamíes, la tenía allí, a dos pasos, callada y vergonzante, pero urgente y completa. Alzó los ojos de nuevo hacia la efigie del laborioso patriarca y, bondadosamente, tosiqueando, dijo al carpintero:

-Ahora subirán de aquí cena a su casa de usted, para que celebren la Navidad.
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Envíado por Concha Cardona Gamio
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domingo, 1 de diciembre de 2013

Navidades pasadas, presentes y futuras... (1)

LA VIEJA MARMITA DE BARRO
Copyright 2002 Estrella Cardona Gamio.
Publicado en Badosa.com, Colección Juve, diciembre 2002 http://badosa.com/n152


Habíase una vez una cocina, que, como todas las de su especie, mostraba un orgulloso fogón y muchos platos, cazos, vasos, una alacena y anaqueles en donde se apretujaban bastantes más cachivaches, también tenía unos armaritos a ambos lados del fregadero, y una nevera, y... Bueno, ya se sabe como es una cocina, ¿o no?

Lo que no se sabe es que en uno de esos armaritos, al fondo, al fondo, se ocultaba, y no por su deseo precisamente -ante todo hay que decir la verdad-, una vieja cazuela de barro, algo desportillada de los bordes y con un asa rota, pero eso no era lo peor pues la cazuela, en tiempos se la llamó marmita, estaba tan chamuscada por los miles de veces que la pusieron sobre el fuego mientras en ella se preparaban sopas y otras comidas, que daba reparo mirarla, pues, ¡encima!, tiznaba.

Se comprende entonces que permaneciese arrinconada al fondo del armarito, y prácticamente olvidada de todo el mundo, aunque lo extraño es el que todavía nadie se hubiera acordado de ella, escondida detrás de muchas y relucientes ollas de brillante metal y variados tamaños, cazos e incluso sartenes de esas antiadherentes. Ella se encontraba situada detrás de una cacerola muy grande, la señora Puchero, tampoco demasiado joven, ya que estaba esmaltada por dentro y por fuera, y que sólo se utilizaba ahora para hacer el caldo en llegando las Navidades.

A veces, la señora Puchero se lamentaba de haber conocido tiempos mejores plenos de actividad, cuando los niños de la familia eran pequeños y había que hacer sopa para muchos cada día; la marmita la escuchaba respetuosa -ya que una olla esmaltada, por muy pasada de moda que esté, tiene prosapia-, e intentaba recordar su lejana juventud en la cual la utilizaban tan a menudo, pero la marmita era demasiado vieja y le empezaba a fallar la memoria, además, le daba mucha vergüenza el estar así de tiznada, con los bordes desportillados y un asa rota; de esta manera, ¡no puede una alternar en sociedad, qué caramba!

Un día debieron de regresar las Navidades, porque de nuevo se sacó del armarito a la gran olla esmaltada, y quiso el azar que la mano que lo hizo, rozara sin pretenderlo a la vieja marmita de barro, y, ¡claro!, la mano se manchó de hollín y cuando el ama de casa la contempló salir del armarito toda sucia... ¡ya os podéis imaginar la que se organizó!

-¿Qué porquería hay aquí dentro metida? -exclamó el ama de casa muy enfadada, y volviendo a introducir la mano, agarró sin contemplaciones a la abochornada marmita, sacándola al exterior.

-¡Vaya una antigualla! -vociferó furiosa mientras la contemplaba bajo la luz invernal de la ventana de la cocina-. ¿Cómo es que no la tiré hace ya tiempo? ¡Menudo trasto!... ¡Claro que esto tiene fácil arreglo!

Y uniendo la acción a la palabra, abrió la ventana y la arrojó a un patio trasero abierto que daba a la calle y que era en donde se ponían los cubos de basura para que la recogiera el basurero cuando pasaba cada noche.

Como había nevado aquella misma mañana, la pobre marmita cayó sobre una blanda y espesa capa y ahí quedóse, medio atontada por el golpe y muerta de frío, pero, de lo que no se dio cuenta, porque no se podía ver a sí misma empotrada en la nieve, era del efecto tan llamativo que ofrecía con su tizne sobre la blancura de la nieve.

En esas aparecieron unos ratoncillos urbanos, tres para ser exactos, que, entre alegres chillidos, corretearon por la nieve en busca de desperdicios que comer, y descubriendo a la marmita, primero la contemplaron con asombro, después se le acercaron con curiosidad y mucha cautela, ya que los ratones no son tontos y aquello de aspecto inofensivo, podía ser una trampa.

Luego, cuando se convencieron de que no era peligrosa, aproximáronsele en fila india y uno detrás de otro asomaron la cabeza en el interior de la marmita, husmeando con interés.

-¡Es una olla! -exclamó triunfante Bigotes, que era el jefe de la expedición.

-Una olla vacía... -puntualizó desdeñoso Rabito.

Hociquin, el tercer ratoncillo y el más joven del grupo, resumió el sentir general con un desencantado:

-Si está vacía no tiene comida, y si no tiene comida...

-... no nos interesa -concluyó la frase Bigotes, que siempre quería decir la última palabra en todo.

Y se fueron por donde habían venido.

La marmita -era tan vieja, estaba tan sucia y, además, desportillada y con el asa medio rota-, que no se había atrevido a hablar porque le daba vergüenza, así pues se sintió muy triste de que incluso los ratoncillos le volviesen la espalda. Pero no tuvo tiempo ni de lamentarse en voz alta ya que de repente descubrió a un atigrado gato callejero que se le acercaba con cara de pocos amigos.

El gato se aproximó, y, como los ratones, la olió concienzudamente, para luego apartarse con un “¡marramiau!” de irritación.

-¡Mira de lo que uno se entera!, conque sirviendo de escondite a ratones, ¿eh?... ¿No sabes que aquí mando yo y a los ratones me los como?... ¿Entonces, quién te autoriza a darles refugio?

-Usted perdone, señor Gato -repuso humildemente la atribulada marmita-, le aseguro que no he dado cobijo a ningún ratón... Ellos han venido, igual que usted, y han mirado dentro a ver si yo contenía alguna comida; ha sido todo, de veras.

-¡Huuum! -gruñó el gato con aire desconfiado-, eso lo dices tú, y ¿cómo voy a fiarme de lo que me cuenta una olla?

-Pues no tengo otra cosa mejor que ofrecerle, y de todas, todas, es verdad verdadera.

El gato se empezó a lamer una pata.

-Bien mirado, en realidad me importa un comino lo que me explicas, menos que un comino me importa... Yo soy un gato muy atareado que tiene montones de cosas que hacer, así que ahí te quedas -maulló despreciativo y, dando media vuelta se alejó. 

La marmita, de haber podido, hubiese llorado de rabia, pero, claro, no podía llorar, porque, ¿habéis visto alguna vez a una cazuela llorando?

Un gorrión pió desde el alero de una ventana.

.Mal sitio en donde caer -reflexionó filosófico-, claro que cualquier sitio es malo si se cae.

A la marmita no le hizo gracia el comentario.

-Yo no me he caído, me han tirado, que no es lo mismo.

-Peor que peor -sentenció el gorrión-, cuando te tiran es que ya no sirves para nada.

La marmita se quedó sin saber qué decir.

El gorrión desplegó las alas.

-Me largo al parque, que, a esta hora, cada día viene una señora a echarnos comida. Adiós.
Y se fue.

La vieja marmita se quedó sola, triste y entonces, para remate de males, empezó a llover; daba la impresión que el cielo lloraba acompañándola en su pena. Tanto y tanto llovió que la nieve se deshizo, pero ocurrió algo más: gota a gota, la lluvia lavó el hollín que tiznaba la marmita dejándola como nueva, reluciente en su color original, luego salió el sol entre las nubes y la marmita brilló igual que un ascua encendida, y, mira por donde, acertó a pasar por allí en esos momentos, el profesor de dibujo y pintura de una Academia de Bellas Artes, descubriendo con sorpresa aquel pequeño milagro: una vieja marmita de barro, de las que difícilmente se hallan hoy en día en el mercado, tirada ahí en medio en el patio-callejón de una casa de vecinos.

El profesor habló en voz alta, sabiendo perfectamente que nadie le escuchaba.

-¡Vaya, mira qué casualidad!, buscaba yo una marmita como ésta desde que se rompió el antiguo modelo que teníamos; no paro de dar vueltas por todas partes buscando otra semejante y hete aquí que me la encuentro tirada en plena calle, ¡esto sí que es buena suerte!

El profesor no se lo pensó dos veces, e inclinándose recogió del suelo a la asombrada marmita que no acababa de creer en su inesperada fortuna... Ni vosotros, ¿verdad?, pues si dudáis de mis palabras id a la Academia de Bellas Artes y allí podréis ver -muy feliz por cierto-, a la vieja marmita de barro colocada en lugar de honor sobre una rinconera, bajo la luz directa de una cálida bombilla y arropada entre los pliegues de un lienzo blanco que la hacen resaltar aún más.

¡Y, colorado-colorín, este cuento ha llegado a su fin!
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Envíado por Estrella Cardona Gamio
Enlace relacionado:  Navidad en Café Literario

Navidad en Café Literario

Desde hoy 1 de diciembre y hasta el día 22, con el título de Navidades pasadas, presentes y futuras..., iremos publicando, en este blog, las aportaciones literarias de los miembros del grupo.
+info:  https://www.goodreads.com/topic/show/1550740-navidades-pasadas-presentes-y-futuras

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Grupo que sesiona en Goodreads creado por las hermanas Cardona Gamio en septiembre de 2012.