miércoles, 5 de febrero de 2014

San Valentín, cuentos de amor y amistad... (2)

FLEXOS
Copyright 2009 Iván Hernández
Cuento incluido en la antología Alma ebria y otros relatos perdidos

Corazones que laten en silencio…
 
Protegía tanto mi cotidianidad que nunca hubiese imaginado esto. Qué tonto se siente uno cuando cada día, durante unos pocos minutos, vive despierto en un sueño. Pensaréis que mi existencia vale poco si con algo tan mínimo consigo evadirme. Pero antes de nada, he de recalcar una cosa: soy feliz. Y pronostico que lo seguiré siendo. He atravesado la barrera de los cincuenta. He vivido la incertidumbre de los diez, el sexo de los veinte, la estabilidad de los treinta, la calvicie de los cuarenta y mis primeras revisiones de próstata. Tengo una vida a mis espaldas, con sus más y sus menos, con sus problemas multiplicados y mis ingresos divididos entre el tinte de las raíces cuadradas que mi mujer se pone en una peluquería -donde cree tener amigas-, y los estudios de mis hijos en países que yo cuando era pequeño no sabía ni localizar en una mapa. Una familia ya formada, bien cimentada, alejada de prejuicios y tabúes. No hay secretos entre mi pareja y yo. Excepto éste: me he vuelto a ilusionar y no sé por qué. 

Podríamos diferenciar entre dos vidas muy distintas dentro de la oficina, ambas con el mismo intérprete: yo. Por la mañana, de 9 a 6, soy un simple número sin más. Nunca he aspirado a mucho, es cierto, pero lo que hago lo hago bien, o al menos eso creo. Cumplo las expectativas que mis jefes tienen conmigo. Soy limpio, disciplinado y serio. Nunca doy problemas. Cierto es que discuto las cosas que me importan, pero sin alzar demasiado la voz. No intento imponer mi verdad y me muestro cauto entre mis compañeros al expresar mis opiniones sobre temas espinosos. No sé qué imagen tendrán de mí, pero seguramente no sería la misma si supieran que cada vez que la veo a lo lejos, el corazón se convulsiona, estalla y se desparrama por mi interior, haciendo temblar hasta el más recóndito hueco de mi alma. Qué bonita es!", me digo siempre que busco algo en el cajón; algo que no existe, para que la gente no me vea suspirar. Pensarían que me he vuelto loco.

Voy a hablaros de ella. Sé que estáis impacientes por saber por qué es tan especial para mí. Pues lo es, simplemente, porque no lo es para los demás. Me explicaré: roza los cuarenta, pero eso es sólo un frío número que sella las arrugas e impacienta a la muerte. Para mí, ella es atemporal. No es la típica mujer cuyo atractivo es inversamente proporcional al largo de su falda, ni directamente proporcional al tamaño de sus senos. Su bandera invisible es la dulzura que reparte sin darse cuenta en cada uno de sus gestos, creyéndose introvertida cuando con su sonrisa conseguiría ser presidenta del universo. Pensando que nadie la observa, cuando debería aparecer en las enciclopedias justo debajo de la definición de belleza, de guapa, de perfecta... De hecho no haría falta definición, se la podrían ahorrar y poner su foto más grande, o incluso desplegable.

Pensaréis que soy un demente exagerado. Quizá sí, quizá haya sido yo el que ha imaginado algo que no existe, o maquillado una realidad sólo para sentirme recién salido del horno. Pero no puede ser. Yo nunca sugeriría a mi mente dibujar esos bucles dorados cayendo sobre sus hombros, ni un verde descubierto en un claro de luz de la selva amazónica para pintar sus ojos. En mi oficina, de hecho, no creo que haga falta ventilar porque cuando ella llega, me invade una brisa de un frescor indescriptible.

Pero miradla por favor.

Nadie mira, ¿sólo yo me quedo embobado? ¿Estáis todos ciegos?

Cada año que pasa es más mágico...

En primavera, cuando se apaga el frío, me visita a diario un rayito acompañado de un jardín infinito. Sus labios, bajo la luz blanca de los fluorescentes, adquieren un rosa pálido y natural, y sobrevuela los pasillos como pétalos de rosa recién desprendidos por la fuerza del viento. Como su piel, nieve polar como último vestigio del invierno. No existe ni un pequeño atisbo de maquillaje sobre ella. Ni en sus ojos, bajo los cuales viven dos ojeras de lunes mañanero. Tampoco en sus mejillas, encendidas simplemente porque su corazón tiene la inmensa suerte de hacerla vivir.

Se descubre el resto de su cuerpo cuando el calor se intensifica. De pechos generosos pero ocultos, que bailan bajo una blusa que cuelga de sus hombros desnudos, y que se transparenta cuando ella no se da cuenta. Mis aliados los flexos de mesa. Os adoro. A los flexos y a sus pechos. Una vez coincidimos en un ascensor abarrotado y me rozó con ellos. Yo, serio y cabizbajo, me estremecí y corrí por mil campos de libertad a la velocidad de la luz. No te despegues nunca de mí, le imploraba invisible. Pero esa maldita campanita sonó. Se abrieron las puertas del infierno; ella partió entre la muchedumbre estresada, y yo, inmóvil, pétreo, recordé el momento. El ascensor se rió en mi cara y me devolvió a la planta baja.

A finales de septiembre todavía se forman corrillos de personas ansiosas por ver las fotografías de las vacaciones de los demás. Unos para criticar, otros para envidiar y algunos para sentirse parte de la manada. Ella, en cambio, nunca muestra nada de su privacidad. Su timidez la vence una y otra vez. Y a la vez que ella opta por colores ocres, que la convierten en una musa renacentista a los ojos de cualquier artista con un mínimo de emoción, me doy cuenta de que el otoño la acompaña.

La miro cuando abandona la oficina, y siento cómo todo se queda tan vacío que muero por un instante. Me acerco a la ventana disimuladamente y veo cómo atraviesa el parque cercano, mimetizándose con mares de hojas, convirtiéndose en escultura inmortal. Algún día un barrendero se la llevará, porque es parte de la belleza natural de tan caduca época. Y claro, es difícil distinguir entre una hoja palmada y una estrella del cielo.

Cuando el frío invade sus huesos, se oculta en una madriguera de abrigo, bufanda y gorro, y sólo deja ver parte de su cara, como una liebre temerosa por los depredadores, mirando de un lado a otro con su cabello ondulado, que se desliza como lava de un volcán en erupción sobre las laderas de su cuerpo. La escena, hasta que se quita y cuelga el abrigo, sólo dura unos treinta segundos, pero yo he aprendido a ralentizarlo tanto que podrían ser treinta y uno; ese segundo de más es el que yo uso para respirar.

Pero una cosa que he asumido durante mi experiencia profesional es que todo llega a su fin. Los proyectos, el papel de la impresora, las grapas… e incluso ella. Sé que un día se irá a un sitio mejor o, quizás, a mí me despedirán. O me jubilaré y la dejaré aquí, y será imposible volver a verla a menos que me convierta en barrendero y la secuestre en otoño como parte de mi colección de hojas marchitas.

Sé que esto no es amor. Es algo extraño. No pienso en ella a todas horas, ni proyecto mis deseos en fantasías inconfesables. He llegado a una conclusión con la que quizás me engañe, pero que me hace permanecer cuerdo en mi mundo perfecto: yo no la quiero, la adoro. Pero no daría mi vida por ella ni escaparía hasta el fin del mundo si me lo pidiese. No la necesito para avanzar, pero sí me hace amar la vida por todo lo que me ofrece.

Bueno…, olvidé hablaros de su voz, de su risa, de cómo es su pelo mojado cuando se le olvida el paraguas y llega nerviosa a la oficina, porque sabe que todo el mundo le preguntará entre risas qué le ha pasado... Pero es mejor así, pues si lo hiciera, la oficina se llenaría de currículum vitae en los que en el apartado de aspiraciones personales escribiríais: vivir. Y no es plan, no. No hay flexos para todos.
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Envíado por Iván Hernández
Enlace relacionado: San Valentín en Café Literario


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